La sinodalidad y los ministerios eclesiales
La sinodalidad y los ministerios eclesiales
Santiago Felipe Lantigua Santana, SJ
A modo de introducción
Desde el comienzo de la Iglesia, antes de que se
reconocieran los ministerios ordenados – con los grados como hoy los
reconocemos: diáconos, presbiterios y obispos –, ya existía la asamblea que se
reunía para celebrar y recordar la vida de quien les había convocado a una
nueva forma de vida: Jesús de Nazaret. Estas asambleas, generalmente
litúrgicas, eran reconocidas porque en el centro de las celebraciones estaba la
oración, la fracción del pan y el discernimiento común, de cara a dar un mejor
servicio a los miembros de la comunidad[1].
Todo esto, como una norma mandada por Jesús: hagan esto en memoria mía[2].
Según el documento de la Comisión Teológica
Internacional, La sinodalidad en la vida y en la
misión de la Iglesia, desde los tiempos de la iglesia apostólica, asamblea
eclesial y “sínodo” significaban la misma cosa. En el fondo, la Tradición comprendió
que la congregación de los creyentes, convocada por el Señor, a la luz de la
Palabra de Dios, era una parte constitutiva de la vida de la Iglesia[3]. Por
esta razón, hoy en la Iglesia de Occidente, bajo el liderazgo del papa
Francisco, el concepto de sinodalidad se ha retomado como una forma de
comprender la eclesiología de Pueblo de Dios que el Vaticano II, en Lumen
Gentium, formuló. Esta eclesiología afecta directamente también la
estructura sobre la cual están fundamentados los ministerios en la Iglesia. No
es posible pensar en ministerios eclesiales en la actualidad, sin tomar una
postura crítica frente a ello.
Visto lo anterior, el presente escrito busca reconocer algunos elementos centrales que el Nuevo Testamento aporta para una compresión de los ministerios eclesiales, en clave de la sinodalidad. En este sentido, busca ser un aporte a la llamada urgente de pensar, reflexionar y proponer las vías que harían posible la construcción de una “Iglesia sinodal”. Esto no es una tarea fácil, implica tocar fibras muy sensibles, sin embargo, es una llamada a caminar más de cerca al evangelio.
Los ministerios eclesiales en el Nuevo Testamento
Las primeras comunidades cristianas estaban insertadas
en distintos contextos y culturas, hacia el siglo I de nuestra era. Jerusalén,
Éfeso, Corinto, Antioquía, entre muchas otros, fueron capitales que, bajo el
dominio del imperio romano, albergaron a la naciente comunidad de seguidores de
Jesús. Esos contextos culturales marcaron los modos en cómo se organizaron y
los temas que eran el centro de las reflexiones de los cristianos. Por ejemplo,
en el caso que presenta la epístola a los Efesios, el acento de la
reflexión estaba sobre “la dimensión eclesial del ministerio de Cristo”. En
esta carta, la Iglesia es presentada como la “esposa de Cristo”. En este
sentido, la figura que acá se presenta es la personificación de quien ayuda que
el mundo encuentre el verdadero por venir[4].
Si bien, acá no hay ninguna referencia concreta a la
estructura ministerial – como hoy se concibe –, puesto la intensión paulina no
era la de describir sistemáticamente una organización concreta, hay que
reconocer la real intensión es reconocer que ella es fruto del “misterio
escondido en Dios desde antes de la creación del mundo”, sabiendo que en la
comunidad todos forman parte de la misma herencia y promesa de Jesús[5].
Sin embargo, sí hay una fuerte alusión en los “apóstoles y los profetas”,
quienes se convirtieron en fundamentos de la Iglesia. Porque en ellos, la
gracia de Dios situó el punto de arranque y de manifestación del misterio de
Cristo[6].
A esto se puede agregar lo que Sesboüe llamo el
hecho ministerial, como un llamado más allá que lo humano. En sus palabras,
“el hecho ministerial no es en la Iglesia una realidad puramente humana, es un
don característico de Dios, que por su hijo y en el Espíritu edifica a la
Iglesia”. Por lo tanto, continúa, “los ministerios pertenecen a las realidades
de la salvación”. Lo que, a su vez, permite afirmar que estos ministerios, así
como sus respectivos candidatos debe elegidos con un triple acuerdo-diálogo:
candidato, la comunidad (a la que servirá) y los otros ministros[7].
Luego de Pablo, se hace importante echar una mirada a
la perspectiva evangélica sobre los ministerios. En el caso del evangelio de
Marcos, quien centra la su mirada en la acción (ministerio) de Jesús,
íntimamente relacionada con la actividad misionera de los discípulos y, por
consiguiente, de la Iglesia: predicación, catequesis a los creyentes, oración
comunitaria y dar de comer a la multitud[8].
En este sentido, la visión ministerial de este evangelista está centrada en la
relación entre le discípulo (la Iglesia) y Jesús pues, este último es donde
hunde sus raíces la acción misionera la Iglesia, como una invitación siempre
actual para todo creyente[9].
En el caso de Mateo, la comunidad está formada por
personas que, en medio de su diversidad[10],
están llamadas a vivir bajo un mismo espíritu: la certeza de que el Maestro
estará presente, entre ellos, hasta el fin del mundo. Ahora bien, esta
presencia responsabiliza a los discípulos a construir una comunidad, bajo el
liderazgo de Pedro, donde los pequeños sean revalorizados, donde los
descartados tengan un lugar entre los hermanos. Por lo tanto, es una comunidad
pensada desde la lógica del seguimiento (de las enseñanzas de Jesús, quien
comía con publicanos y pecadores). En esta lógica, la visión ministerial está
centrada en la construcción de la comunidad para el servicio y la inclusión, de
modo que puedan reconocer su fidelidad y pertenencia a “global a la Ley de la
Iglesia”, lleva a la plenitud en Cristo[11].
Sin
embargo, para León-Defour, este liderazgo de Pedro no significa ninguna
autoridad (imposición-supremacía) sobre los demás ¡Todo lo contrario! Para este
autor, al hacer una lectura del evangelio de Juan, la característica de la
responsabilidad de Pedro es “apacentar”. Pedro viene a representar la unidad
suprema de la comunidad, por estar en un lugar preferente en el grupo de los
Doce. Su única misión, según Juan, es apacentar[12]
las ovejas de Jesús (los nuevos discípulos). Su lugar es porque está
invitado a amar más a Jesús y permanecerle fiel. Por lo tanto, la compresión
del ministerio en la Iglesia está referida al servicio que nace de la fe en
Jesús y que, por la acción del Espíritu Santo, es recordada en el corazón del creyente[13].
Finalmente, y no menos importante, en la carta a los Hebreos, se aborda como temática central “el sacerdocio común de Cristo”. Del cual, según el concilio Vaticano II todos los fieles cristianos participan por su condición de bautizados. En este sentido, señala Phillips, que, aunque con el devenir de la historia se ha hecho una mayor fuerza en jerarquizar el sacerdocio común (de los fieles) y el sacerdocio ministerial (exclusivo para hombre célibes), en el fondo, aunque distintos en su esencia, ambos están orientados hacia el mismo fin: participar del único sacerdocio de Cristo[14]. Esta visión, aunque ya presente en la Iglesia primitiva, se fue ocultado por los procesos en los que se enrumbó la Iglesia institucionaliza y “casada” con el imperio romano. Para Baena, la figura de Jesús como sacerdote, exclusiva de la Carta a los Hebreos, es un intento de la comunidad para identificar en Jesús (“un laico dentro de su propia religión judía”[15]) el complimiento de las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento: como sacerdote en ejercicio de sus funciones, puede ofrecer el sacrificio (donde él mismo es la victima expiatoria)[16].
La sinodalidad: una (‘nueva’) forma de comprender el servicio ministerial
Siendo fieles a la tradición recibida desde las
primeras comunidades cristianas, confirmadas como se ha dicho anteriormente por
el Vaticano II, “la eclesiología del Pueblo de Dios destaca la común dignidad y
misión de todos los bautizados en el ejercicio de las multiforme y ordenada
riqueza de sus carismas, de su vocación y de sus ministerios”[17]. Es
decir, cada miembro de la Iglesia hace parte de un mismo rebaño, bajo el cuidad
de un solo-único Pastor: Jesús. Esta imagen del rebaño, profundizada en los
escritos joánicos, según León-Dufour, ofrece la posibilidad de comprender la
vida eclesial como hermanos, al margen de toda concepción del uso del poder.
En este sentido, más allá de otras imágenes estáticas
(como la del cuerpo unido bajo una sola cabeza) propuestas por las comunidades
paulinas, para Dufour, Juan comprende que el vínculo fundamental es el del amor
y que, a su vez, está basado en la relación ideal e interpersonal entre la
oveja con su pastor, como un rebaño que es cuidado bajo un solo cayado. Por lo
tanto, la imagen denota, además de unidad, la intimidad el pastor que conoce a
cada una de sus ovejas, las cuales reconocen su voz. Noción que se opone a toda
autoridad jerárquica, porque tiene como ejemplo, además, la relación entre
Jesús y el Padre. Por lo tanto, es menester pedir la gracia, a ejemplo de Jesús…
de ser uno, para que el mundo crea que tú me has enviado (17, 21)[18].
Ahora bien, la sinodalidad es la forma más genuina en
la que la Iglesia expresa su figura más evangélica, invitándola siempre a
encarnarse en la historia (“concreta”), en creativa fidelidad a la Tradición, tal
como lo afirmó el papa Francisco, cabría preguntarse: ¿por qué seguir
insistiendo en una estructura eclesial que superpone a unos sobre otros, que le
cuesta reconocer la diversidad de los dones inspirados por el Espíritu Santo?
¿Para qué sirve una estructura que, lejos de seguir a su Pastor, está más
enfocada en qué dicen los otros de mí?[19]
¿Será que los cambios que se deben dar en la Iglesia, para realmente
encarnarse, vienen tan lentos porque la estructura eclesial se resiste a
“perder” sus privilegios históricos? Y, una última pregunta, ¿Está la
Iglesia-institución preparada para caminar al lado de la sociedad?
Esto último coloca un desafío importante que debe ser
discernido. Los procesos sociales han instalado en el imaginario colectivo
nuevos valores (quizás, también evangélicos) desde los cuales se reconstruyen
y se resignifican las relaciones sociales. El papel de las mujeres en la
política, la economía, el liderazgo en asuntos públicos y privados es evidente.
Pareciera que la Iglesia aún no lo ve. Pero ¿acaso el Pueblo de Dios no está
también conformado por mujeres? Sin embargo, muchos sectores (predominantemente
masculinos) ad-intra de la Iglesia se resiste a eso: al acceso de las
mujeres a los ministerios más institucionales, a ocupar funciones de dirección
de la estructura organizacional de la Iglesia y, por qué no, a la revisión de
la disciplina-teología del sacramento del Orden, de modo que (como ya han hecho
otras iglesias cristianas), las puedan recibir los ministerios ordenados. El
bautismo nos hace hermanos, iguales en dignidad y honor, nos hace reconocernos
“hijos en el Hijo”, por lo tanto, herederos de la misma gloria.
Al volver sobre la sinodalidad, como una
(‘nueva’) forma de comprender el servicio ministerial, es importante
destacar que este concepto “no designa un simple procedimiento operativo”, o
hace referencia a algún momento consultivo (como es el caso de las encuestas
que se han elaborado para preparar el Sínodo de la Sinodalidad); más bien es “la
forma peculiar en que vive y opera la Iglesia”[20].
Por lo tanto, la sinodalidad es parte constitutiva porque expresa el don y el
compromiso a la comunión, que son llamados todo bautizado[21].
Ahora bien, teniendo en cuenta lo anterior, una
comprensión de la Iglesia peregrina ayudaría a comprender los ministerios
siempre al servicio de esa dynamis; siempre con el oído en el Pueblo de
Dios (también peregrino) para reconocer sus necesidades y sus búsquedas, sus
llamadas y problemáticas. El sensus fidelium pasa por, renunciando a
todo protagonismo, colocar la comunión de la fe de los hermanos en primer
lugar. Esta comunión sinodal no desconoce la Tradición, todo lo contario, se
hace una a ella, para enriquecerse y actualizarla. En este sentido, “la
sinodalidad manifiesta el carácter peregrino de la Iglesia”, Pueblo de Dios que
ha sido convocado de entre las naciones (Hch 2,1-9; 15,14) para expresar su
visión social, histórica y misionera[22]. En
otras palabras, “la sinodalidad vive al servicio de la misión” porque activa
los ministerios y carismas presentes en la vida de la Iglesia[23].
Finalmente, el servicio ministerial ha de ser
despojado de toda compresión de autoridad y, en consecuencia, de ejercicio de
poder plenamente secular. Reconociendo que ni ningún ministro ordenado (el
clero) es un funcionario del culto. Estos hombres son llamados por Jesús, de
manera personal, como un amigo habla con otro amigo, para seguirle. A
ejemplo de los primeros discípulos cuyo único mandato fue: ir por el mundo
entero y proclamar el evangelio a todas las naciones, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo[24].
En este sentido, Jesús no convocó a ninguno de los suyos para que fueran
funcionaros sinagogales, o del Templo. Los llamó para estar con Él.
Si fuera de forma contraria, no una vocación, sino una función meramente directiva, ¿por qué las mujeres no están ahí? ¿por qué ellas, también cristianas-bautizadas, no forman parte de este “clero”? Este desafío, someramente esbozado, implica una profunda revisión de la teología sacramental que, desde el bautismo, se promueva la diferencia carismática y ministerial de la Iglesia (¡no solo existe el sacramento del Orden!), y la igualdad entre los miembros de este rebaño.
A modo de conclusión
Algunas consideraciones finales, para cerrar este
escrito, se centran en tres detalles que pueden enriquecer la reflexión
sobre la sinodalidad y los ministerios eclesiales. El primer detalle está en la
compresión de la responsabilidad (en cualquier ministerio, sea laical u
ordenado). La responsabilidad ha de ser entendida como compromiso con el
servicio, no como propiedad. Los responsables de algún ministerio no son dueños
o jefes de la misión que se le confía. En la Iglesia, la misión es plenamente
carismática, porque nace siempre de la inspiración e invitación del Espíritu. En
este sentido, no ha de entenderse la responsabilidad como autoridad dada por
poseer cierta dignidad.
Segundo detalle es, volver a oración. Orar hace que la
comunidad se sienta una. La oración tiene un vínculo fuerte con la unidad, por eso
los primeros cristianos se reunían como comunidad orante: en torno a la mesa y
la memoria (de Jesús). Esta dimensión de la oración, que es más que vocalizar
ciertas fórmulas, hace que los creyentes se reconozcan como iguales entre sí.
Sentados todos en la misma mesa, son hermanos, no hay puestos de honor. ¡Hay
que volver a la raíz de la fe cristiana: ¡que sean uno, como tú y yo somos
uno![25]
Finalmente, un tercer detalle es el reconocimiento de
que, toda visión del sujeto influye en la compresión de las estructuras y de
los procesos. La compresión que en muchos sectores se tiene sobre los laicos ha
influido en su acceso limitado a las instancias estructurales de toma de decisiones.
De igual forma, ha pasado lo mismo sobre las mujeres, las personas homosexuales
y muchos otros sujetos eclesiales. Toca a la teología de hoy, como una tarea de
toda la Iglesia, bajo el liderazgo del papa Francisco, empezar este aggiornamento.
No se puede seguir caminando por las mismas sendas que, entre otras cosas, han sesgado
la ministerialidad de la Iglesia, reduciéndola a una simple burocracia o a
ordenamientos disciplinares del clero (quienes, en ocasión, mientras “más
altos” están en la estructura de la Iglesia, se sienten poseedores de una
gracia particular).
[1] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, núm. 3.
[2] Lc 22, 19.
[3] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, 4-5.
[4] P. Bony, “La epístola
a los Efesios”, 75.
[5] P. Bony, “La epístola
a los Efesios”, 78.
[6] P. Bony, “La epístola
a los Efesios”, 79.
[7] B. Sesboüé, “El hecho
ministerial en la estructura de la Iglesia”, 343.
[8] J.
Delorme, “El evangelio de Marcos”, 154.
[9] J.
Delorme, “El evangelio de Marcos”, 170.
[10] S. Légasse,
“El evangelio según Mateo”, 182.
[11] S. Légasse,
“El evangelio según Mateo”, 188.
[12] Jn 21, 15-24.
[13]
León-Dufour, “El evangelio y las epístolas joánicas”,
237-244
[14] Phillips,
“El pueblo Sacerdotal”, 175.189.
[15] G. Baena,
“El sacerdocio de Cristo”, 439.
[16] G. Baena,
“El sacerdocio de Cristo”, 441-442.
[17] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, 6.
[18]
León-Dufour, “El evangelio y las epístolas joánicas”, 236.
[19] Referido a la pregunta
de Jesús ¿quién dice la gente que soy yo?, véase Lc 9, 18-24.
[20] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, 42.
[21] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, 43.
[22] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, 49.
[23] Comisión
Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la
Iglesia, 53.
[24] Mt
28, 19-20.
[25] Jn
7, 27. Considerada como la oración sacerdotal de Jesús.
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