Pentecostés: Quien está cerca de mí está cerca del fuego
Quien está
cerca de mí está cerca del fuego[1]
Orígenes
Textos bíblicos: Hechos
2, 1-11; Salmo 103, 1; Rom 8, 8-17; Juan 14, 15-16.23b-26.
Que la presente solemnidad, amadísimos, ha de ser venerada entre las principales fiestas, es algo que intuye cualquier corazón católico: pues no es posible dudar de la gran reverencia que nos merece este día, que fue consagrado por el Espíritu Santo con el estupendo milagro de su don. Este día es, en efecto, el décimo a partir de aquel en que el Señor subió a la cúspide de los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y el quincuagésimo [50] a partir del día de su resurrección, día que brilló para nosotros en aquel en quien tuvo su origen y que contiene en sí grandes misterios tanto de la antigua como de la nueva economía[2] [plan de Dios].
Con estas palabras el papa León Magno, ya en el siglo IV,
pone en evidencia la importancia de la fiesta que celebramos hoy. No es un
domingo más. Con el Pentecostés, recordamos unos de los momentos fundacionales
de la Iglesia.
Por lo tanto, dada la
importancia que tiene este día, quisiera señalar dos movimientos sugeridos en
la liturgia de la Palabra: ad intra (hacia adentro) y ad extra
(hacia afuera).
1. Ad intra. Para la compresión del primero que se da hacia dentro de la comunidad, es necesario hacer una Composición de lugar. La espiritualidad ignaciana sugiere que para la contemplación de un texto bíblico hay colocarse dentro de él “como si presente me hallara”: ver lo que hacen, oler el ambiente, escuchar lo que dicen, tocar lo que hay (aplicación de sentido). Esta pauta también se le puede aplicar al acontecimiento del Pentecostés porque, gracias a la detallada narración que Lucas ofrece en los Hechos de los Apóstoles, está claro que es un acontecimiento comunitario: “todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar”. En este sentido, al igual que Jesús resucitado, el Espíritu Santo llega sobre la comunidad apostólica que, aun con miedo, se mantuvo (re)unida a la espera del cumplimiento de la promesa.
Esta presencia (en forma de fuego, viento y ruido) será la confirmación de que el Espíritu que reciben los moverá desde dentro y transformará su vida-misión. Porque solo desde entonces se podrán comprender como miembros de un solo cuerpo. En ese sentido, es el fuego del Pentecostés quien mantendrá sus corazones encendidos (como “fuegos que encenderán otros fuegos”, como diría san Alberto Hurtado, SJ) e inflamarán de amor de Dios a todos aquellos que los escuchen; de igual forma, el viento les hará ir allí donde el evangelio debe ser anunciado, y su proclamación será ruido que atraiga a aquellos oídos abiertos y dispuestos a escucharlo.
De ahí que cobran sentido las palabras de san Gregorio Magno: “si el Espíritu Santo no toca el corazón de los que escuchan, la palabra de los que enseñan seria vana”[3]. Es decir, toda acción evangelizadora tiene como base la acción el Espíritu quien es el que mueve desde dentro al ser humano, quien lo capacita para acoger la Buena Noticia y quien le impulsa a la misión.
2. Ad extra. En ese sentido, el acontecimiento que los apóstoles (y la Virgen María) vivieron, y que atrajo a los “devotos venidos de todas partes del mundo”, así como a los “venidos de Roma, judíos y prosélitos”, etc., no es una manifestación intimista de cada discípulo, sino más bien, es la confirmación de la pertenencia a un cuerpo que en su diversidad está compelido a mantenerse unido. Este movimiento hacia afuera (extracomunitario) confirma que la Iglesia desde su nacimiento es universal y el reconocimiento de la diversidad que la compone es parte constitutiva de su ser. En este sentido, León Magno afirmó que: los diferentes idiomas de cada nación se convirtieron en lenguas comunes en boca de la Iglesia[4], porque no fue necesario ningún interprete para que se entendieran entre sí, cada uno según su historia, tradición y cultura, se sintió parte de aquel misterio. Por lo tanto, Pentecostés pone de manifiesto este carácter universal y diverso de la comunidad cristiana.
Hoy más que nunca esto hace falta recordarlo. Sobre todo, ante la tentación que tiene la Iglesia de creer que el “guardar las formas” y la uniformidad en las manifestaciones religiosas y de celebraciones rituales-cultuales es donde está su riqueza espiritual, pudiendo olvidar que son todos los miembros del cuerpo místico de Cristo (la Iglesia) quienes son los herederos del Reino por ser hijos de Dios.
Por: P. Santiago Lantigua, SJ
[1] Orígenes, Homilía sobre
Jeremías L. I [III].
[2] León Magno, Tratado 75,
1-3: CCL 138A, 465-468.
[3] Gregorio
Magno, Homilía 30, 1-10.
[4] León Magno, Tratado 75, 1-3: CCL 138A, 465-468.id.
Comentarios
Publicar un comentario